Sus lágrimas caían sobre los pétalos de las margaritas. Temblaban el aire con sus profundos sollozos.
–¡Yo quería un bello vestido! –La chica sentada entre las flores del bosque dirigió sus palabras a una catarina que se detuvo en el pétalo más cercano para mostrarle un poco de compasión. –El vestido con el que he soñado, está tan fuera de mi alcance como si no existiera. –La catarina movió sus alitas como si la comprendiera, y ella continuó. –Mi novio y yo no tenemos nada, pero nos queremos más que cualquier otra pareja en la historia del mundo. –Sus lamentos habían despertado a un búho que dormía en un árbol cercano y ahora el ave sabio escondió una sonrisa al escuchar la dramática declaración y señaló a unas ardillas que pusieran atención a lo que estaba diciendo. –Yo me quería ver como una princesa para él, pero cuando fui al centro, el vestido que yo quería era tan, pero tan caro… nunca lo podré pagar. Mucho menos para mañana. –Irrumpió en llanto de nuevo y espantó a unas arañas que estaban colgando cerca de su cabeza para oírla. No se había dado cuenta pero muchos animalitos en el bosque sentían compasión por ella.

Al anochecer, después de haber acompañado a la novia a casa, el búho organizó una reunión de emergencia. ¡Había mucho que hacer! Naturalmente, una de las primeras decisiones que se tomó fue que las arañas se encargarían de hacerle un velo delicado y elegante. Unos gorriones se ofrecieron para ir a traer a la triste novia al parque en la mañana. Habiéndose decidido eso, se retiraron para dormir, ya que necesitarían levantarse temprano.
¿Qué hacer de los zapatos? Las ardillas podían traer materiales para hacerlos, ya sabían dónde encontrar paja blanca. Unos cuervos de una vez habían traído algunos objetos brillantes para proponerlos como decoraciones para los zapatos y posiblemente el vestido. La novia tenía el cabello corto, entonces no había gran problema allí, sólo había que traer algo para ayudar a sujetar el velo que tejerían las arañas.
Ahora, la cuestión del vestido en sí. El búho quería saber quién tenía ideas sobre cómo hacerlo y algunos mapaches levantaron sus manos con sus deditos hábiles. Ellos se encargarían de formar el vestido, pero no tenían material. Las arañas sabían que no podían comprometerse a más que el velo, ¡además de que sus obras de arte tienden a ser transparentes! Algunas de las chicharras se estresaron al pensar en que no había material para el vestido y empezaron a gritar. La catarina que había sido la primera en darse cuenta del problema de la novia, pronto las tranquilizó, porque recordó que su amiga colibrí había mencionado algo no muy lejos que podría ser de ayuda.
Un grupo de colibríes, entre otros pajaritos, iba con frecuencia un lugar en el que pocos podían entrar. Su amiguita colibrí había visitado ese lugar y había conocido a unos gusanos de seda. ¡Quizás ellos podrían proveer el material para el vestido! El búho rápidamente asignó la tarea de ir a unas palomas y envió a dos pájaros carpinteros como guardaespaldas y para mantenerlas orientadas. Habría que llevarles algo de comer a los gusanos ya que era mucho lo que les estaban pidiendo. Las hormigas tenían una gran colección de hojas que podían donar, pero los gusanos le habían comentado a la colibrí que no podían comer cualquier cosa. Sólo comían hojas de morera. Y las hormigas muy amablemente se ofrecieron a traer todas las hojas de morera que fueran necesarias, sólo que no sabían dónde había. Esto lo solucionó la amiga colibrí porque había visto que se cultivaba la morera blanca cerca del mismo edificio en el que estaban los gusanos, sólo era cuestión de transportar las hojas unos cuantos metros. Los pájaros carpintero tendrían que también ser el transporte del ejército de hormigas, además de cuidar de las palomas. Esto se podría hacer si las hormigas prometían no morderlas, lo cual hicieron y el problema del vestido quedó solucionado.
Todos pasaron una noche de trabajo frenético, las hormigas cargando hojas, los gusanos produciendo seda, los mapaches creando el vestido, las arañas tejiendo el velo, las ardillas formando zapatos y, en la madrugada, los cuervos agregando pequeñas brillantes piedras y perlas de aluminio a los zapatos y al cuello del vestido.
Justo antes de que saliera el sol, los gorriones llegaron a la ventana de la novia. Tocaron el cristal con sus picos, pero no hubo respuesta. Tocaron con más urgencia, pero sólo hubo silencio. Desesperadamente uno comenzó a cantar, mientras el otro picoteaba el cristal con tanta fuerza que casi lo rompió. Por fin, escucharon movimientos dentro. Una mano con un sencillo anillo de oro blanco con gemas brillantes movió la cortina y apareció la cara pálida de la novia.
Sonrió al verlos. –¡Llegaron para despertarme el día de mi boda! ¡Qué lindos! No me voy a perder la ceremonia, claro que no. Aún hay bastante tiempo.–
Pero, los gorriones no la dejaron en paz. Uno volaba de la ventana hasta la calle y de regreso. El otro sólo la miraba atentamente. –Está bien, puedo salir unos minutos con ustedes. De todos modos no hay mucho qué preparar. –Agregó estas últimas palabras con un triste suspiro antes de dejar caer la cortina en su lugar.
Minutos después, la novia estaba siguiendo a los gorriones, aunque no entendía sus instrucciones. La guiaron a un espacio entre dos de los árboles más viejos del bosque, un pino y un roble. Y allí, la novia se detuvo sin palabras ni aliento.
En una cama de hojas entre los árboles, estaba extendido un vestido blanco, suave como la luz de la luna, con un cuello barco, del cual caían como espolvoreadas perlas plateadas. De una rama del roble, colgaba el velo más delicado que jamás había visto, con tejido cerrado en medio que se iba abriendo poco a poco hacia la cola que sólo se extendía unos centímetros más que la del vestido. Y al otro lado, entre las raíces expuestas del pino, se encontraban unos zapatos de piso tejidos de paja blanca casi invisible bajo las brillantes decoraciones: perlas plateadas intercaladas entre piedritas brillantes.
Comenzaron a correr de nuevo las lágrimas de la novia. Su sonrisa destellaba de felicidad y agradecimiento. Aún no tenía palabras.
Y fue en este momento de silencio y aprecio, que entraron en pánico las chicharras y comenzaron a gritar. El búho giró su cabeza para mirarlas con una rapidez y violencia que las espantó. Aún así, gritaron que no había ramo. ¡No había ramo! Los animalitos voltearon a ver a la novia que parecía ni haber notado la falta del ramo. Con sus dedos estaba trazando las delicadas figuras en el velo.
Las ardillas corrieron hacia las margaritas que habían sentido las lágrimas el día anterior. En cuestión de segundos, las ardillas habían logrado cortar un pequeño manojo de margaritas, un poco de lavanda y tres ramitas de pino para completar el ramo. Antes de que las chicharras pudieran gritar otra vez porque no había nadie para arreglar las flores, llegó uno de los mapaches para hacerlo.
Cuando terminaron con el ramo y regresaron a los viejos árboles, ellos fueron los que se quedaron sin aliento.
De pie, entre los dos árboles ancianos del bosque, estaba una figura de inocencia y felicidad, alumbrada por la suave luz del sol que se filtraba entre las ramas. El vestido de seda caía como agua al suelo y cuando la novia se movía, fluía como aire. El velo, fijado en su lugar con una corona de cinco cardos blancos, flotaba tras ella gracias a una brisa. Sus zapatos, que se asomaban bajo el vestido, parecían danzar en la luz. Pero, lo que realmente los dejó boquiabiertos, lo que resaltaba de belleza y brillantez, fueron los ojos de la novia, llenos de amor, gozo y gratitud.
Esta vez, el silencio reverente no se interrumpió. El mapache se acercó con reverencia a la novia y le ofreció el ramo. La novia lo recibió con una sonrisa de agradecimiento y él, sintiéndose el más honrado de todos, dio unos pasos hacia atrás para permitir que la novia pasara.
Era el momento de irse. La novia caminó hacia la orilla del bosque, pero antes de dar ese último paso fuera de las sombras acogedoras del bosque, se dio la vuelta y les sopló un beso.
Luego, con pasos ligeros, fue a encontrarse con el amor de su vida.