El muchacho me miró caminando por la calle empedrada y me ofreció su brazo. Me apoyé en él, pos porque ya no camino como antes, ni miro como antes y me puedo tropezar. Ese muchachito que acababa de comprar la casa de Goyo. No me conocía muy bien, pero muy respetuoso, él. Y yo soy de allí, de San Esteban. Tengo 75 años en la misma casa, en el mismo terreno de mi pa.
Me miró quién sae cómo… alamejor con tristeza o compasión… Pues, es que ya no stoy tan fuerte como antes, como él. No… de joven yo también caminaba derechito y con los hombros hacia atrás. No es por nada, pero sí me miraba muy bien, yo. Y más cuando me ponía mis botas vaqueras con mi cinto de cuero los domingos pal baile. Sí, en esos días yo caminaba derechito como él.
Saludamos a la nieta de mi compa Moncho. Ramón, pues, se llama, pero desde chiquillo le decíamos Moncho. Se me hace bonito que este muchachito salude a todos tan amable aunque no sea de aquí. Bueno, saludó más amable a la chiquilla que a doña Angelita, la de la tienda… pero, pos, ¿quién no? Doña Angelita de angelita no tiene nada… es bien gruñona. Y la muchachita esta…uufff…se parece a su abuela, Carmela. Ay, Carmela era una hermosura cuando Moncho y yo andábamos atrás de ella, los dos. Al final, se decidió por Moncho y pos, qué le íbamos a hacer. Me dijeron que me fuera pal norte y que con los dólares me la ganaba pero pos no le iba a hacer eso a mi compa. Moncho siempre fue bien derecho conmigo y yo con él, aunque los dos quisiéramos a la misma mujer. Pero sí… volvió a salir la hermosura pura de Carmela en su nieta y pos como que mi vecinito nuevo se dio cuenta.
Llegamos cerca de la casa. Goyo y yo construimos nuestras casas casi pegadas. Se me hizo bien triste cuando Goyo se murió y pos sus hijos ya no quieren regresar a San Esteban. Ellos se fueron a vivir a colonias más modernas con nombres elegantes como la Ciudadela y los Prados del Fresno o sabe qué árbol. Extraño al Goyo. Ya casi nadie queda que vivió lo que nosotros vivimos. Nadie se acuerda de cuando pasaban los revolucionarios a llevarse a los hombres a pelear y las mamás escondían a sus chamacos. Ni de cuando se acabó la guerra y nos empezaron a repartir los terrenos que ahorita ya todos vendieron a gentes que vinieron a poner casonas y tiendas en vez de tener parcelas y animales. Y pos está bien tener lugares bien bonitos pero, yo digo que ¿qué tenían de malo nuestras casitas? Miro a la gente igual de feliz o hasta menos felices que uno… y pos yo con Goyo siempre platicaba de esas cosas. Ora… ¿con quién voy a platicar? Este vecinito ya me viene diciendo cómo quiere mejorar la casa y pos yo pienso que no le interesa saber de nuestra vida antes, cómo era y cómo salimos adelante.
Le voy a dar las gracias al muchachito por ayudarme y ofrecerle un vaso de agua. No creo que se quede a platicar. Yo siento que tiene ganas de meterse rápido a su casa, siempre dice que tiene mucho trabajo por interné. Yo me acuerdo de cuando nos sentábamos afuera de las casas a platicar y es cuando más extraño a Goyo y a mi Ofelia. Carmela me rechazó, pero Ofe sí quiso conmigo y fue la mejor mujer que conocí. Siempre me trato bien mi Ofelia y cuando no, pos era bien merecido. Y platicábamos con Goyo y su mujer afuera de la casa en las sillas que Ofe tejía. Pero, si le ofrezco una silla y un vaso de agua a este muchachito no se queda porque tiene bien mucho trabajo.
Mi casa sigue de la de Goyo… pos ya no de Goyo, ¿verda? Ora ya es casa de este muchachito…¿cómo se llamaba? Ricardo. No sé si ya se cansó de ayudarme a caminar. Es que ya no camino como antes, ni miro como antes. Yo me venía por estas calles cuando eran de tierra. Caminaba derechito y a veces andaba a caballo por aquí y pos, me decían que bien galán. Pero… ya no. Ya estas calles son para Ricardo y los demás jovencitos. Ya no son mi calles.
Fue uno de los únicos amigos que me cayó bien desde la primera vez que lo vi. Las amistades tienden a desarrollarse con el tiempo. Pero este amigo era diferente. Desde el primer momento, me habló con la confianza de toda una vida de amistad.
—¡Qué increíble! —Lo volteé a ver.
—¿Qué?
—Pues… cómo te trató. No estuve escuchando a propósito pero sí te alzó la voz y alcancé a oír lo que te dijo. ¿Cómo se atreve a tratarte así? No es justo.
A pesar de que se había metido a mi conversación, tuve que darle la razón. El cliente me había tratado bastante mal. Y realmente sin razón, porque la confusión no había sido mi culpa.
—No te mereces ese trato. —Mi nuevo conocido interrumpió mis reflexiones—. No es tu culpa y no tienes por qué soportar sus berrinches. —De nuevo, asentí. Y desde ese instante fuimos amigos, una de esas amistades que se vuelven cada día más inseparables.
Sus comentarios me hacían sentir mejor en situaciones difíciles.
—Oye, no tiene por qué hablarte así —cuando un cliente era demasiado exigente.
—¿En serio? No puedo creer que te acaba de decir eso —cuando mi hermano se molestaba conmigo.
—¿Cómo se pone a criticarte cuando todos sabemos que ella ni atiende bien a su familia? —cuando una conocida chismeaba sobre mis amistades.
Y comencé a tomar más confianza al entrar en conflictos. Me hizo reconocer que, a final de cuentas, mi opinión también era importante. Otros debían tomarme en cuenta.
Con la ayuda de mi nuevo amigo, comencé a expresarlo.
—¡Oye! Yo también soy un ser humano. No tienes por qué tratarme mal —cuando me alzaban la voz.
—¿Qué te pasa? ¿No ves que aquí estoy? —cuando alguien se metía a la fila.
—¡Soy igual de importante que tú! ¿Por qué siempre tenemos que hacer lo que tú quieres? —cuando nos juntábamos los amigos.
Más que todos, este amigo me ponía como prioridad, este amigo sí me estimaba.
Tristemente, nuestra cercana relación parecía alejar un poco a los demás, pero como solíamos consolarnos: —No es culpa nuestra si ellos no quieren darnos la prioridad.
Al crecer nuestra amistad, se distanciaban cada vez más, no solo mis amigos, sino también mi familia. Me hirió esto y procuraba hablar con ellos.
—¿Por qué ya no me quieres ver? —les preguntaba. Y cuando me respondían dando malas excusas como diferencias de intereses, mi amigo me defendía.
—¡Si realmente te importáramos, harías lo que nosotros queremos hacer!
Con el tiempo, vi que realmente nadie quería darme mi lugar y la vida era más sencilla sin ellos. Yo tenía el amigo perfecto. Y este amigo sería suficiente.
Dejé de buscar a los demás, dejé de reunirme tanto con la familia. Salíamos solo mi amigo y yo. Conversábamos felices.
—¿Viste eso? Tenemos que decirles que sus malos modos no son aceptables.
—¿Qué le pasa? ¿Qué tengo cara de que quiero hablar con cualquier callejero que se me presente pidiendo atención y dinero, aparte?
—¡No saben con quién se meten!
La compañía de mi amigo me fue suficiente durante mucho tiempo. Lo tenía que ser porque los demás ya no me buscaban, ni yo, a ellos. Hasta el día en que me enfermé.
Mi amigo no me dejó, pero fue la primera vez en todo ese tiempo que mi familia se me acercó. Mi mamá me traía consomé, mi hermana me prestaba libros, mi papá y mis hermanos traían películas y juegos de mesa para cuando tuviera suficiente energía. Y mi amigo nunca dejó mi lado.
—¿Por qué te molesta con sus sopitas y atenciones?
—¡Qué libros tan aburridos! Ni conoce tus gustos.
—¿Qué no saben que necesitas descansar?
Y por primera vez, sus comentarios comenzaron a irritarme. Mi familia estaba expresando cariño, me estaban cuidando y él solo se quejaba de lo que hacían. ¡Se molestaba con ellos! Entre las atenciones de mi familia y las críticas de mi amigo medité en nuestra amistad. Poco a poco, me fui recuperando y, mientras tanto, repasé todo el tiempo que había pasado con este amigo: todos sus comentarios, todo lo que me animaba a hacer y a decir. Me di cuenta que mi familia y amigos no me habían dejado de buscar porque no me querían, sino porque mi amigo se enojaba con ellos y lo mostraba. Y yo, tomaba su lado. Reaccionaba igual que él, le daba la razón porque sentía que me defendía. Desde el inicio de nuestra amistad, yo ya no me tomaba el tiempo ni hacía el esfuerzo de entender a otros, de preguntar sobre sus motivaciones… simplemente llegaba a conclusiones, al igual que mi amigo, y me alejaba con enojo.
Quise hablarlo con mis papás, pero mi amigo no dejaba mi lado ni por un segundo. Siempre estaba allí, siempre listo, siempre a la defensiva. El día llegó cuando tuve que reconocer que no podría tener una relación buena con nadie hasta que este “amigo” se retirara de mi vida. A pesar de todo lo que según había hecho por mí, solo me perjudicaba.
Ya me estaba sintiendo mejor y recobraba mis fuerzas cuando decidí que había llegado el momento. Esa tarde, mi mamá y hermanito venían en camino para traerme de comer y quería quitármelo de encima antes de que llegaran.
Volteé con mi amigo, que seguía a mi lado.
—Sé que tú piensas que eres buen amigo, pero lo único que has logrado es alejar a todos los que me aman. Durante nuestra amistad, me he convertido en una persona difícil, una persona que me avergüenza. ¡No! No me interrumpas, por favor. He buscado la manera de mantener nuestra amistad y a la vez restablecer todas mis otras relaciones, porque sí te tengo cariño, pero lo veo imposible. Necesito que me dejes. Ya no podemos ser amigos.
Después de unos momentos incómodos, en los que me sorprendió con una mirada de odio, Ira se levantó y me dejó.
Nunca olvidaré el día que la vi por primera vez. Fue también la última.
Estaba caminando por la banqueta de una de las muchas colonias de Guadalajara que hace veinte años eran bellas residenciales, pero en donde, poco a poco, las viejas casas con sus amplios jardines se han convertido en oficinas, colegios y cafés. Por ahí de las cinco me encontré caminando por una calle tranquila, cubierta con la sombra de los árboles y tropezando con sus raíces que interrumpían el nivel de la banqueta.
Pasé frente a una casa vieja, aunque cuidada, con un jardín diferente a los demás. En lugar de pasto verde, el suelo estaba tapizado de pequeñas plantas y entre ellas había esparcidos algunos arbustos y varios árboles que daban un aire de misterio a los bajos arcos del patio.
Oí una voz cantando.
No era una melodía que yo conocía, pero tampoco sé mucho demúsica… No pude sino detenerme. Y al detenerme, no pude sino notar que mientras el jardín estaba protegido por una reja de viejo hierro forjado y medio cubierto con una enredadera, en el lugar donde debería haber una puerta, no había nada.
La voz seguía cantando.
Di un paso hacia el espacio de la puerta y allí me paré, escuchando. El sol seguía brillando. A lo lejos, seguían pasando los camiones. Y aquí, la voz seguía cantando.
¡Ahí estaba! A unos cuantos metros de mí. ¿Por qué me interesaba tanto? Jamás me detuve a pensarlo. ¿Qué importaba si una voz bonita estaba lejos o cerca? Ni lo sabía, ni lo consideré. Esa voz que había detenido mis pasos ahora llenaba mis sentidos, no permitía entrar otro pensamiento, no había otro deseo más que el de acercarme a esa voz encantadora. Tomé un paso más. Adentro de ese jardín, el sol, ya no brillante, a penas se filtraba por los árboles alumbrando las plantas con una pálida luz como si fuera madrugada. De hecho, el ambiente también era fresco, como si a penas comenzara el día. A lo lejos, ya no se oían los camiones, sino una parvada de pajaritos en algún árbol u otro.
Y la voz seguía cantando.
Y por la ventana la vi.
La mujer de la voz encontraba frente a la grande ventana que daba hacia el jardín. Me acerqué a la ventana sin saber ni considerar si ella me vería o no. Y al detenerme justo afuera por fin la pude ver, sola en su sala. Una mujer en la flor de la vida. Cabello brillante. Ojos intensos. Mejillas redondas con un hoyuelo. Y una boca magnífica. Su figura estaba escondida entre capas de tela oscura… quizás azul marino, pero se veía esbelta y fuerte. Solo alcanzaba a ver una mano delicada que extendía de repente, a veces en súplica, a veces en triunfo.
No me moví. No sé cuánto tiempo la observé. No sé cómo no se dio cuenta de que yo estaba allí. O quizás sí sabía. A lo lejos, como si no importara, noté que la luz del sol comenzó a llenar el jardín. Los pajaritos ya no se oían, pero unas abejas pasaron zumbando cerca de mi cabeza.
Y la voz dejó de cantar.
Cuando la última nota suave de su voz cedió al silencio, cruzó la sala lentamente y desapareció por un pasillo. Mientras esperaba su regreso, porque no me podía ir sin volverla a ver, observé el lugar que me rodeaba. Una vez adentro, el jardín se veía bastante ordenado, con filas de plantas pequeñas de diferentes tonos, los árboles y arbustos estaban en lugares estratégicos que bloqueaban la vista a cualquiera que pasara frente a la casa. El patio en el que me encontraba, reflejaba el diseño de las grandes ventanas en forma de arco y enmarcadas de tabique rojo. Cuando ella estaba cerca, todos estos detalles eran irrelevantes, pero en su ausencia, cada uno ahora me hablaba de ella, representaba su gusto, su toque.
El sol estaba en su auge, azotándome con calor aún en ese oasis. Hasta las abejas habían abandonado su trabajo y reinaba el silencio.
Y luego, ella regresó.
De inmediato volví mi atención a aquella que me había sacado de mi mundo y me había traído a este paraíso. Entró a la sala cargando una bandeja con unas tazas y servilletas. También, se había recogido el cabello pero… ¿qué era eso? ¿Eran canas?
Imposible. La acababa de ver. Joven. Brillante. Sin una sola señal de la edad. Seguí observándola, preguntándome si vería cualquier otro cambio y sí, allí estaban. Su cabello no era lo único que había perdido color, sus mejillas tan redondas y saludables hace poco, ahora eran más pálidas, esos labios hermosos estaban rodeados de líneas de sonrisa, sus ojos tan brillantes también mostraban señales del paso de los años. Pero, ¿cuáles años? Sí, quizás había pasado más tiempo aquí de lo esperado pero… la acababa de ver hacía apenas unos minutos.
La mujer encantadora se sirvió un té, se sentó en el sofá y tomó un libro de la mesa de centro. Quizás ella también disfrutaba el sonido de su voz porque comenzó a leer en voz alta. Y de nuevo quedé cautivado por la música. Cierto, ya no estaba cantando, pero su voz convertía el texto en poesía. El tiempo voló, así como lo había hecho cuando la escuchaba cantar. Cuando cerró el libro, suspiré y miré a mi al rededor, no sé por qué. Quizás buscaba a alguien más que se maravillara conmigo de la belleza de su voz, pero lo que vi fue un jardín por la noche. Los grillos habían comenzado su canto, los mosquitos ya me rodeaban. Arriba, las estrellas brillaban ¡como si pudieran competir con los ojos de aquella mujer! Y cuando regresé la mirada a la sala para volver a admirarla, ¡ya no estaba!
¿A poco ya era hora de dormir? No, solo había llevado la bandeja con las tazas (nunca había usado la segunda). Comenzó arecoger y a reacomodar todo lo que durante el día había usado. Un cojín acá. Una mesita allá. Me llamaron la atención sus manos. Estaban arrugadas… titubeé antes de volver la mirada a su cara. No quería verlo, pero no pude sino reconocer que ahí también toda una vida había dejado sus estragos. El brillante y profundo color de su cabello ya escaseaba entre las canas, su tez se había vuelto totalmente pálido y su cuerpo, antes erguido y elegante, ahora caminaba, aún con gracia, pero encorvado. Con la noche había llegado su vejez.
Sentí un vacío tremendo. ¡Solo un día! Solo había pasado un día con ella, escuchándola, mirándola ¡y no era suficiente! ¿Y ya la iba a perder?
Sí, de repente alzó una mano temblorosa a su frente y se sentó de golpe en el sofá. Ese sofá que había sido su trono, ahora sería su lecho. No se detuvo a apagar la lámpara, simplemente se acostó. La luna se escondió detrás de una nube y yo comencé a llorar. Entre mis lágrimas la miré, queriendo implantar en mi memoria cada detalle. No había perdido su aire de reina, solo que ahora se veía cansada. Sus ojos, rivales de las estrellas, se habían escondido detrás de sus párpados.
La voz había callado.
No sé cuánto tiempo pasé de luto. La luna salió, fríamente alumbrando el jardín. Las estrellas lucieron más brillantes. La brisa de la madrugada me rodeó con sus brazos helados.
De repente, mi vida, la realidad afuera del jardín, llenó mis pensamientos como una sombra vacía. Tendría que salir de aquel lugar encantado y enfrentarme con una larga vida sin su voz, sin su belleza, sin su presencia.
Volví a llorar.
Lloré porque nunca volvería a oír esa voz cantando. Lloré porque nunca más observaría su belleza. Lloré porque el mundo ni sabía lo que había perdido.
La pálida y fresca luz del sol secó mis lágrimas. Ya no me quedaba opción. Ya no había por qué quedarme en ese lugar encantado. Miré el jardín, aún oscuro en la tímida luz de la mañana. Miré el cielo, lleno de tonos de blanco, azul y naranja. Pero, no pude mirar hacia el sofá. Mi corazón seguía quebrantado. Lentamente, me dirigí hacia el espacio en la reja donde debía haber una puerta. Luego, me detuve. ¿Cómo salir de ahí sin un último vistazo?
Respiré profundo y un segundo antes de dar el último paso hacia afuera, miré por última vez a la mujer de la voz encantadora.
Justo en ese momento, los rayos del sol entraron por la ventana de la sala. Y ahí, alumbraron a una figura puesta en pie. Una figura hermosa, brillante, elegante que me miró a los ojos, sonrió y, llena de vida, comenzó a cantar.