Hace unos 45 años sonó el timbre de mi casa. Cuando salí a abrir, no había nadie. A mis pies, encontré una maceta con la flor más hermosa que jamás había visto.
Supongo que había hojas también, pero no las vi. Solo vi la flor.
Una flor grande, con pétalos delicados. Una flor que brillaba con vida, de tonos profundos en su centro, que al acercarse a la punta de cada pétalo, se tornaban en la versión más ténue del color. ¿Y qué color era? Pues, la flor solo tenía uno, pero en él se veían reflejados todos los colores que jamás te podrías imaginar. Con cada vuelta que le daba, se apreciaba otro tono más. Cada perspectiva, cada ángulo tenía un nuevo brillo, un nuevo encanto.
Tomé la planta y la puse en el lugar de honor en el patio, donde le diera luz perfecta, donde la brisa la besaría y toda la familia la pudiera ver.
Llegó a ser mi planta preferida. Todas las mañanas me levantaba para ir a verla, para regarla, para acariciar sus pétalos y disfrutar su discreto aroma.
Y de cierta forma llegó a ser no solo el centro de mi vida, sino el de nuestra vida familiar. Todos tomaban unos segundas cada mañana para detenerse delante de esta increíble planta. Por las tardes, nos reuníamos en el patio, notando cada día un detalle más de su belleza.
Pasaron las semanas y los meses, la flor nunca se marchitó, nunca se cayó. Permanecía viva, bella y el eterno centro de interés. Con el tiempo, mis momentos diarios con la planta se alargaron. Comencé a observar más cosas. La flor era deslumbrante, pero empecé a ver hojas que crecían debajo de ella. Hojas grandes, que proveían una cama, un trasfondo verde para su belleza. Con el tiempo, noté que estas hojas eran especiales también, en contraste con la brillantez de los pétalos de la flor, su color, de distintos tonos, era tenue, aterciopelado. Los diferentes tonos de verde no llamaban la atención como ese color inigualable de los pétalos, pero eran un marco perfecto para la flor. Comencé a observar los tallos de la planta, también. Ahí donde el verde se volvía café, donde la flexibilidad de las hojas se volvía firmeza, noté lo muy normal que se veía. Esta parte de la planta era… ordinaria. ¡Pero, servía de apoyo para esa flor tan increíble! Mi aprecio por estas otras partes, también bonitas, de la planta creció por todo lo que hacían por esa hermosísima flor.
Cada año, así como apreciaba más cada parte de la planta, la planta tomaba una parte más central en mi hogar. Y la flor seguía siendo el bello punto focal.
Hasta ese día trágico. Una mañana me levanté, y como de costumbre, fui al patio para saludar a mi planta. Fue cuando vi la evidencia de una crueldad vil y sin sentido: la flor no estaba. El tallo que la había sostenido y sustentado durante años había sido cortado con algo filoso (aunque no noté esto de inmediato.)
No supe si grité o no. Dentro de unos instantes, salió el resto de la familia. Ahí estábamos todos, observando la planta como solíamos hacer, pero en esta ocasión, no llenos de tranquilidad y admiración sino de horror, enojo e impotencia.
Ese día cambió nuestra vida, cambió el ambiente de la casa. Empezamos por cambiar todos los candados, luego, reforzamos las protecciones del segundo piso, agregamos luces afuera de cada puerta y ventana. Sería difícil que alguien se volviera a meter a nuestra casa pero… realmente era demasiado tarde. Ya se habían llevado lo más valioso que teníamos, algo que nos inspiraba y nos unía. Como familia, comenzamos a pasar menos tiempo juntos… ya no había razón para sentarnos en el patio por las tardes como antes. Ya no teníamos por qué reunirnos en el patio durante unos minutos cada mañana. Tenía yo, como todos, mucho que hacer y cuando salía a regar las plantas ya no me quedaba a observar, a disfrutar… solo hacía mi trabajo y me metía.
Seguí regando esa planta. No sé si tenía esperanzas de ver otra flor. No sé si era simplemente el hábito. Pero, nunca dejé de regar la planta. Ahí seguían las hojas y los tallos que tanto había admirado pero… ya no tenían nada de especial. Y con el tiempo, esa planta comenzó a ser rodeada de otras, macetas que me regalaban, que iba comprando. Violetas, Rosas, Alcatraces… el patio se llenó de otras plantas. Se veía bonito. Pero, nada era igual.
Llegó una época en la que casi había olvidado la flor. Ya salía a regar esa planta como todas las demás, sus hojas seguían verdes, seguía creciendo. Pero, no notaba nada de especial en ella hasta el día en que me tuve que mudar.
Ya mi hijo mayor viviría en esa casa con su nueva esposa. Yo me cambiaría a un pequeño departamento en donde no cabrían todas mis plantas. Queriendo elegir algunas de mis plantas favoritas para llevarme, salí al patio. Tomé unos momentos para mirar cada una, cada planta ofrecía algo de belleza, algo diferente que apreciar… y luego miré esa planta.
Esa planta que me había llegado cuando mi hijo era pequeño. Esa planta que tanto habíamos admirado y que había cambiado por completo el ambiente de nuestro hogar. Esa planta que ya no tenía flor. Pero, por primera vez desde que había perdido su flor, volví a ver su belleza. Me acerqué un poco, y noté de nuevo las vetas de distintos tonos de verde en sus suaves hojas, noté la increíble textura de cada una, noté lo frondoso que se había puesto… ¡la planta era hermosa! ¿Cómo la había dejado de apreciar?
No lo sé.
Pero, en ese momento me di cuenta que para apreciar esta planta sin su flor, se requería experiencia de vida que mi hijo y su esposa aún no tendrían. Me llevaría esa planta y les dejaría las demás. Y quizás, algún día pronto, les llegaría también a su puerta una planta como esta, con su increíble flor.
Espero que nunca les suceda lo que a mí, pero la vida está llena de tragedia, y si algo similar les llega a suceder, espero que también, con el tiempo, aprendan a apreciarla aún sin sus pétalos. Porque aún sin esos tonos mágicos, sin esos pétalos suaves, sin su brillante punto focal, esa planta sigue viva y es hermosa.
Hermosa reflexión, mientras esté viva es hermosa, mientras esté viva sigue luchando, mientras esté viva sigue ahí. ♥️
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