Casi triunfamos.
La tormenta no llegó de sorpresa. La veíamos venir en el horizonte, primero a lo lejos, y luego de cerca. Ya lo habíamos preparado todo: las velas estaban bien atadas, la carga estaba fija y nosotros, los marineros, también estábamos firmes en nuestros lugares, con la seguridad de las cuerdas al rededor de nuestros cuerpos.
Y la tormenta no llegó de sorpresa.
El viento nos azotó, usando la lluvia como su látigo. Las olas mismas nos atacaron, como si nos quisieran escupir del mar, como si invadiéramos su territorio.
Y nosotros luchamos en su contra. Batallamos para defendernos, para conservar nuestro pequeño lugar en medio de su reino cruel.
El conflicto duró toda la noche. El mar, el viento y la lluvia perdieron su fuerza, poco a poco, al igual que nosotros. Y cuando amaneció, aún estábamos vivos. Agotados, débiles, mareados y totalmente mojados, pero, triunfantes.
Y fue bajo esos primeros rayos del sol que comenzaban a alumbrar la belleza de la mañana, mientras las olas aún desquitaban su frustración contra nosotros, que sentimos ese golpe suave y fatal.
El capitán de inmediato comenzó a gritar órdenes. Todos obedecimos corriendo. De nuevo, batallamos en contra de las olas. Toda la noche nos habían llevado cada vez más cerca de la costa, mientras nosotros habíamos batallado simplemente para sobrevivir, y ahora teníamos un nuevo enemigo: las rocas.
El riesgo de la muerte impulsaba a nuestros cuerpos exhaustos. El capitán hizo maniobras, algunos acomodamos velas, otros movieron y botaron carga, pero estábamos demasiado cerca y nos habíamos dado cuenta demasiado tarde.
El barco cayó sobre las rocas una y otra vez. Los compartimentos comenzaron a llenarse de agua. Nuestros esfuerzos habían sido en vano. El capitán nos mandó a abandonar la nave.
Casi habíamos triunfado. Casi habíamos ganado nuestro territorio. Casi.
Pero naufragamos.