“Cualquier cosa, si se entrega a Dios, puede ser tu puerta al gozo.” —Elisabeth Elliot

Como esta autora es una de mis héroes, esta frase me es muy conocida, pero últimamente ha sido un tema recurrente. Algo similar surgió en una conversación con mi esposo anoche. Y hace poco leí en un libro devocional, “Aunque no tenga el privilegio de ser crucificado, de ser martirizado de manera literal para Dios, sí tengo el privilegio de ofrecerle lo que sea que Él me ha dado.”
Esta verdad le da un propósito especial a cada cosa que llega a la vida.
Si pasas años soltera, deseando un marido, esa soledad puede ser una ofrenda a Dios. Si Dios te llama a ir lejos de tu familia, puedes recibir las dificultades del choque de culturas como algo para ofrecerle en ofrenda. Si vives con una enfermedad crónica, puedes poner tu sufrimiento físico sobre el altar de tu vida como ofrenda a Dios.
Puedo dar todo lo que llega a mi vida en ofrenda a Dios.
Puedo llevar ante Dios en oración lo que estoy sufriendo, no solo para desahogarme, sino también para dejarlo a sus pies en sacrificio. Para aceptar que Él permitió que esto entrara en mi vida. Para reconocer que si lo dejo en Sus manos, lo usará para bien.
Cristo fue nuestro máximo ejemplo de esto, obviamente, porque por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz. Su sufrimiento fue su puerta al gozo.
Nuestro sufrimiento tampoco es en vano. Nuestro sufrimiento también puede ser nuestra puerta al gozo. Depende de lo que hagamos con él.
Podemos tolerar el sufrimiento, esperando a que pase, preguntándonos por qué nos sucedió. O podemos entregar nuestro sufrimiento a Dios, en oración ponerlo en sus manos, para que Él lo use según Su sabiduría. Una es la puerta a la amargura. La otra, la puerta al gozo.