En junio, asistí a un campamento de escritores cristianos en donde tuve el gusto de conocer a Margie, escritora como yo, canadiense como yo y viviendo en México como yo. Compartió un poema que me conmovió e inmediatamente pensé en compartirlo con mis lectores. ¡Espero les toque el corazón como a mí!
Imagínate lo siguiente: estás disfrutando el lonche en unos minutos libres que tienes. Un compañero que no es salvo, se acerca, se sienta frente a ti y te hace una pregunta. —Tu sabes de la Biblia, ¿verdad?
—Sí,— le contestas —algo. Soy cristiano—.
Y te empieza a hacer preguntas sobre Cristo, sobre su madre, sobre lo que sucede después de morir.
A mí me ha pasado y ¡me encantó! Hay pocos creyentes que no sentirían entusiasmo por una conversación así.
Pero, hay un error que yo he cometido, que he oído a otros cometer y que probablemente tú también has cometido al responder a sus preguntas: no escuchar.
Ahora, ¡obviamente para contestar las preguntas uno tiene que poner atención! Pero no me refiero a simplemente escuchar las palabras y responder a las preguntas de manera abstracta. Eso lo hemos hecho casi todos. Me refiero a realmente escuchar a la persona.
Cuando alguien hace preguntas así, es porque algo está sucediendo en su alma.
Y una de las mejores cosas que podemos hacer, es hacerle más preguntas para saber por qué está haciendo el tipo de preguntas que está haciendo, qué no sabe, cuáles prejuicios tiene, de qué situación están surgiendo estas preguntas.
Las preguntas sobre el evangelio nunca se hacen en un vacío.
El incrédulo que está haciendo las preguntas tiene un contexto emocional, cultural e intelectual que está provocando las preguntas y nos incumbe saber todo lo posible sobre eso al contestar las preguntas. Por ejemplo, la misma pregunta: “¿Por qué existen cosas malas en el mundo si Dios es bueno?” debe responderse de una forma muy diferente dependiendo si la persona que hace la pregunta es una joven activista que quisiera negar la existencia de Dios por todo el sufrimiento que ve o si es una mamá religiosa que acaba de sufrir un aborto.
Cuando alguien se acerca a nosotros para hacer preguntas sobre Dios y su Palabra, ¡es fácil emocionarnos y comenzar a responder como nosotros queremos y simplemente predicarles el evangelio!
Pero eso es un error.
Tomemos el tiempo de responder con preguntas, de realmente escuchar con amor divino a esa persona, de al menos hacer el esfuerzo de comprender su punto de vista, para así responder con palabras de gracia, sazonadas con sal, sabiendo cómo debemos responder a cada uno.
¿Haz alguna vez pensado que Cristo tenía un acento?
Esta idea surgió porque estábamos estudiando la negación de Pedro hace unas semanas en el estudio del miércoles. Lo que le dijeron a Pedro en Marcos 14:70 me impresionó.
Y poco después, los que estaban allí dijeron otra vez a Pedro: Verdaderamente tú eres de ellos; porque eres galileo, y tu manera de hablar es semejante a la de ellos.
…porque eres galileo, y tu manera de hablar es semejante a la de ellos.
Cristo tenía un acento que lo identificaba como alguien de Galilea. Es lógico. Él creció en Nazareth, un pueblo de Galilea. Los que lo rodeaban hablaban de cierta manera y era lógico que Él adoptara la forma de hablar de ellos.
Quizás esta idea me impactó tanto porque me recuerda en especial de la humanidad de Cristo.
Cristo era Dios. Conocía lo que era vivir y mandar en la gloria del cielo. Conocía de manera íntima la presencia del Padre.
A la vez, Cristo como humano fue influenciado por la cultura que lo rodeaba. (Nunca para mal, obvio.) Asistió a bodas judías. Navegaba en barcos sobre el mar de Galilea. Y claro, adoptó los sonidos del hablar de los que lo rodeaban.
Y cuando llegó a Jerusalén, lo identificaron como un Hombre de Galilea.
¡Qué maravilla que el Creador se dignara de crecer en una provincia terrenal! ¡Qué maravilla que el Supremo se permitiera adoptar un acento local! ¡Qué maravilla que el Hijo de Dios se humillara al punto de tomar forma de un simple ser humano!
En septiembre de 2013 pasamos un susto terrible cuando uno de nuestros alumnos de la clase bíblica terminó en el hospital.
Lalo había sufrido algún tipo de ataque cardíaco.
Gracias a Dios, salió bien. Resulta, que nació con un problema del corazón. Pero, no teníamos idea.
Esa semana, fue testigo de una pelea fuerte y el susto le causó una reacción en su corazón.
Ahora, está corriendo como si nada, igual de travieso que siempre. Pero nunca olvidaré el momento en el que su hermana me dijo por qué no podía venir a la clase ese día. ¡Casi me da un ataque a mí! Comencé a orar como nunca lo había hecho antes.
De repente, entendí lo que había en mi corazón.
Cuando la Muerte se acerca a uno de tus niños de esa manera, los ojos del alma se enfocan de inmediato. Ven con una inusual claridad y agudeza lo que realmente es importante.
En ese momento, me di cuenta que Lalo necesitaba el Evangelio.
Otra vez. Necesitaba saber de su pecado y la forma que Dios ofrecía de salvarlo.
¡No podíamos perder a Lalo!
Apenas estaba creciendo. Apenas estaba memorizando versículos de la Biblia. A penas estaba empezando a entender la disciplina y el amor. ¡Y aún no era salvo!
Y luego, pasó la crisis.
Después de unas semanas, pudo levantarse de nuevo. Luego, se le dio permiso de jugar de nuevo, con tal de que no corriera ni se emocionara (¡para cualquier niño de 8 años, una imposibilidad!). Pronto, la gente dejó de preguntar cómo estaba.
Podíamos ver que estaba bien.
Y ¿qué pasó en nuestros corazones?
¿Permanece en mí ese deseo intenso de que Lalo conozca el Evangelio? ¿Aún siento la urgencia de que él tiene que saber de la salvación? ¿Aún oro tantas veces al día por su alma?
No estoy diciendo que debemos permanecer en un estado de crisis emocional constante.
Pero, sí debemos constantemente actuar como si la salvación fuera algo urgente.